jueves, 29 de noviembre de 2007

PARIS HILTON

Tenía yo para mis adentros guardado un pudoroso secreto que el recato social me obligaba a mantener oculto. Hará cosa de unos meses, y animado por un artículo de Juan Manuel de Prada en el que confesaba padecer el mismo mal que yo, salí de mi particular armario: me gusta Paris Hilton.
Como todo enamoramiento recubierto de aura platónica, mi devoción por Paris ahonda en lo irracional: no profeso el culto a las rubias, sintiendo una enfermiza inclinación por las morenas; soy receloso de los que nacen investidos de riqueza, por carecer la mayoría de los más esenciales parámetros para valorar el esfuerzo que implica la obtención de bienes materiales; detesto a los personajes tomateros del papel couché y glamour de todo a cien, que recorren saraos y fiestas entre escándalos y estrépitos. Paris es rubia, niña rica y banal en todos sus actos. Pero, lo digo por segunda vez, me gusta Paris Hilton. No sigo día a día todas sus andanzas, como hace de Prada con la coartada de ser cultivador de un “friquismo impronunciable”, pero sí que mi interés queda paralizado cada vez que el azar me pone ante cualquier noticia o imágenes suyas. Para mi, que estoy un poco cansado de los constantes pozos de profundidad espiritual que encontramos a cada paso, de las bondades naturales que nos insuflan quienes nos rodean, de las poses intelectuales que aglutinan horas de documentales científicos y lecturas joycianas, Paris representa la necesaria dosis de superficialidad para poder seguir rumiando el existencialismo barato de nuestros días.
Yo no me llevaría a Paris al teatro, ni a recitales de poesía de Verlaine, Keats o Machado, ni de visita al Metropolitano de Nueva York, aunque cualquiera de estas actividades podría resultar una experiencia al lado de tan peculiar compañía; pero no dudaría un instante ante la posibilidad de vivir una noche parrandera colgado de su brazo. Paris es una moderna diosa pagana, acaparadora de bacanales y lascivias, experta en el arte de la depravación moral que la convierte en una Dorian Gray hecha carne y mujer, y cuyo cuerpo es el recinto perfecto para la práctica del epicureísmo. A Paris le gusta el escándalo, elige a los hombres por su físico, estudia el diseño de su ropa y la combinación de prendas y colores, camina como si fuese a romperse, y sus ojos proyectan una mirada gélida, ida, alienadora y desesperadamente indescifrable. Pero creo que lo realmente fascinante de ella es la jubilosa posibilidad de profundizar en su superficialidad. La mayoría de las personas son superficialmente profundas y profundamente superficiales; intuyo que Paris te desarma con el efecto contrario, y que hay algo de pureza, inocencia e ingenuidad en cada uno de sus actos; que toda su vida está enfocada a un último y espontáneo arrepentimiento lindante con lo místico, cuyo brillo resplandecerá con la fuerza necesaria para apagar los sofocos de su ecuménica maldad. Tal vez sea necesario advertir que Paris, como arquetipo de una vida crápula y libertina, es engendradora de una corte de burdas aprendices y supuestas tenedoras de una femenina fragancia de fatalidad, meras caricaturas, grotescas deformaciones de un original que las aplasta y las reduce a simples parias de fiestas sin pedigrí y locales de alterne.
Decía Calvino que sólo después de haber conocido la superficie de las cosas se puede uno animar a buscar lo que hay debajo, pero que la superficie de las cosas es inagotable; como inagotable debe resultar ser Paris Hilton en esa soñada noche parrandera colgado de su brazo.